martedì 11 giugno 2024

El Atardecer de Sebastiano

Nápoles, 1 de septiembre de 1764

La habitación yace en la penumbra. Solo un hilo de luz corta el suelo, atreviéndose hacia los pies de un escritorio. Encima un montonazo de hojas, muchísimos garabatos, fetos de obras maestras en paciente espera.

Pero el creador duerme y no hace ninguna señal de despertarse. Cansado bajo el peso de los años, en aquella cama cada vez más grande y hostil.

«Caballero, despierte… Caballero…»

Una voz y una mano llegan a atormentarle, obligándole a abrir los ojos: se trata de Placido, el exuberante discípulo siciliano, con un pie en el arte y otro en la Nápoles que cuenta. El chico había entendido que el artista no vive de solo cuadros, sino de reverencias, saludos y relaciones. Aquellas capaces de procurarte una comisión, como pintar al fresco el interior de una básilica, o hacer un retrato a algún noble o…

«Caballero, Monseñor Mauri ha confirmado la cita de hoy.

Y a la duquesa de Parma, de visita al Príncipe de Torre Annunziata, le agradaría conocerle a Usted. Imagino para un retrato. Y luego está el asunto del Santuario de Pozzano, y…»

«Agua» consiguió pronunciar, persiguiendo las palabras como a un oasis en el desierto.

«Agua» repitió tonto Placido, luego salió rápidamente de la habitación para volver a entrar un momento después con una jarra llena y una copa.

«Beba, Caballero, y perdone si le he despertado, pero los preparativos para todos los nobles invitados son muchos y…»

Con un gesto con la mano, el maestro dio la señal de que no importaba, imposible decir si se refería a la ofensa del brusco despertar o a los muchos nobles invitados que estaban a punto de asaltar su día.

Cogió la copa que se le ofrecía acabándola en dos largos tragos, entonces dijo a Placido que echara más agua, y el sonido argentino del líquido le pareció la melodía más hermosa que jamás había escuchado.

«Tiene mucha sed, esta mañana…»

El maestro se secó la barba de las gotas de agua que la perlaban. Quitó las sábanas y posó el primer pie en el suelo. La fatiga le costó un suspiro. Placido le ofreció rapidamente el brazo, y así consiguió levantarse.

El día prometía ser interminable, y no sólo por los numerosos invitados no deseados: hombres y mujeres que todo lo eran menos que menos interesados en el arte. En realidad, lo que anhelaban era el nombre, el suyo; acapararse una obra de Sebastiano Conca, no importaba cuál y de que tamaño, procuraría prestigio a la familia de turno.

En su cincuenta y tantos años de carrera había trabajado por cuenta de Papas, Príncipes y Princesas. Mucha y tal su habilidad, para hacerle merecer el título de Caballero, que no había dudado en aprovechar, en otra época de su vida, para abrir puertas y portales. Siempre, se decía, en nombre del arte, para recortarse los espacios necesarios en su experimentación.

Vanidad, de eso se había tratado en realidad, ahora de Viejo se daba cuenta, en su grande y bella casa de Nápoles, con la ropa elegante que vestía a menudo y sin necesidad.

Pero nunca jamás. Algo había cambiado en él, desde hace unos días, pero hoy notaba una ruptura definitiva, la misma idéntica sensación que en pasado lo había empujado a abandonar obras que de otra forma estarían acabadas.

Había, en él, un cansancio raro, no solo en su cuerpo sino por las cosas. Las paredes de la habitación le parecían las de una prisión. El recorrido desde la habitación hasta el comedor era interminable y tedioso. Las cosas no mejoraron durante el desayuno: prácticamente no tocó la comida. Una vez en el estudio, apenas miró sus últimos dos cuadros terminados, uno de los dos ya adquirido por los Reales de España, una Virgen con un niño que resplandecía luz Rococó que había caracterizado aquellos últimos años napolitanos.

«Caballero, deseo mostrarle mi último trabajo: una Magdalena a imagen y semejanza de nuestra buena cocinera Francesca.»

El viejo maestro miró la pintura: magistralmente ejecutada, y con otra disposición de ánimo era digno sin falta de admiración.

«Trabajo excelente, nada que decir,» y dejando correr los dedos a lo largo de los bordes del lienzo, «tus practicas terminan hoy.»

Aquellas palabras, esperadas desde hace años, aturdieron a Placido: «Caballero, Usted me hace un gran honor…».

«Ningún honor. Si no recuerdo mal, deseas volver a Sicilia. Escribiré para ti una carta dirigida a unos conocidos míos. De este modo, nada más llegar, tendrás de qué trabajar».

«¡Muchísimas gracias, Caballero!»

«Ya basta de llamarme “Caballero”: la palabra es vieja, quizás más que yo. Diles a nuestros ilustres invitados que los recibiré esta tarde a las cuatro.»

Aun trastornado por la noticia, Placido se despidió del maestro y se marchó corriendo, encargando a dos siervos la tarea de entregar el mensaje, y atendió él mismo a la Duquesa, una mujer hermosa.

Por fin solo, antes de todo, Sebastiano escribió tres cartas, más o menos iguales pero dirigidas a personas diferentes, notables sicilianos que ayudarían a Placido a construirse un nombre. Entonces, libre de otros cometidos, se dejó caer en la silla donde amaba meditar, entre un trabajo y otro, y en que había concebido algunas de sus mejores obras.

Cerró los ojos, listo a acoger el mundo lleno de sus recuerdos. Cosa rara, no vio para ninguno de los personajes pequeños y grandes que había encontrado durante su larga vida. Ningún castillo, o iglesia o palacio les abrió las puertas. Nada de todo esto.

Volvió a ver una calle: estrecha y de tierra batida, esta subía serpenteando por la cima de una colina. Allí arriba a mitad del camino había una casa, graciosa y simple, tan diferente de la pomposidad en que había vivido. Aquella era su casa ancestral, el lugar donde había nacido y crecido. Volvió a verse, de niño, bajar la colina hacia el frondoso bosque de encinas un poco más al norte, que con sus abundantes dedos de hojas acariciaba la maravillosa playa de San Agustín. Allí solía pasar el largo tiempo de los sueños, esbozando en la arena el perfil de las olas, de las gaviotas, de los barcos lejanos de los pescadores… Así ocupaba el tiempo, o era el tiempo que le ocupaba a él.

Una mañana, sintiéndose particularmente inspirado, el pequeño Sebastiano no se había conformado con hacer y deshacer los dibujos de siempre sino, armado de tintas naturales con que colorar la arena, se había puesto en la cabeza el crear una auténtica pintura: aun no sabía que era lo que iba a pintar, pero se había obstinado en hacerlo. Un buen primer paso para cualquier artista en ciernes.

Primero, juntó la arena y las tintas, obteniendo varios colores: blanco, amarillo, naranja, rojo, morado, azul, negro. ¿Pero qué dibujar? Estaba tan absorto en la meditación, con la mirada perdida en la arena, cuando de repente vio unos pies descalzos acercarse: era una mujer hermosa y un poco salvaje, con el pelo negro muy largo, los ojos verde esmeraldas y pálida como la luna. Llevaba un largo vestido azul y bastante chafado. Tenía que venir del mar, porque tanto el pelo como el vestido goteaban vistosamente. A pesar del aspecto un poco inadecuado, la mujer tenía alrededor suyo una extraña aura, que animó a Sebastiano a levantarse, con los puños aun apretado en la arena que dejaba escurrir, lentamente, recreando el eterno fluir del tiempo.

La mujer se detuvo a una cierta distancia de él y se quedó observándole. Sebastiano no sabía decir cuánto tiempo pasó, pero al rato, mirando al suelo, se dio cuenta de haber terminado su retrato: era ella, aquella mujer, que lo miraba con extraordinaria intensidad a través de dos ardientes ojos de arena.

En el tiempo de volver a levantar la mirada, la señora había desaparecido. Había unas huellas que, lentas, conducían al bosque. Sebastiano las siguió, sin entender el motivo, pero sintiéndose atraído por la inevitable llamada del destino.

Llegó ante cinco encinas enroscadas, y que el ingenio del hombre había moldeado convirtiéndola en una acogedora cabaña. Después de un momento de duda, Sebastiano entró por la pequeña puerta entrecerrada.

Adentro, en la semioscuridad de su habitación, se vio a sí mismo, viejo y diminuto en la amplia cama con dosel que había acogido la medida de su gloria mortal. Allí estaba Placido, y el Monseñor, y la Duquesa de Parma, y otros rostros que no distinguía en las sombras. Pero, sobre todo, en un rincón de la habitación, sin que nadie la viera, estaba ella. Sin cambios, con un charco de agua a sus pies que, gota tras gota, se alargaba cada vez más.

«Has vuelto» le dijo sonriendo con una extraña y melancólica sonrisa.

«Sí» le contestó el niño, aceptando la mano suave y mojada que la señora le tendía y que ya una vez, al principio de su camino, había tocado.

«Ven conmigo, te enseño el tesoro del que te hablé ese día.»

La puerta de la habitación se abrió, revelando un atardecer de extraordinaria hermosura, el sol lento que se sumergía en el mar, estriando el cielo de miles de colores, creando maravillosos juegos de luz entre las dunas de arena.

Aquella era la playa de su juventud, donde en su orilla había coleccionado sueños como conchas y construido, grano tras grano, el castillo de su propia vida. Que ahora fluía lejos, como la arena que escurre entre las manos, volviendo al más grande tesoro de la creación.

Sebastiano cerró los ojos, dejándose capturar por el infinito.

Y fue el más rico entre los hombres.

Dedicado a Sebastiano Conca, ilustre pintor de Gaeta, cuya casa ancestral aun es visible hoy en día en la colina que mira hacia la Playa de San Agustín.

Jason R. Forbus


Si te gustó este cuento corto, echa un vistazo al libro "La senda de los dioses: líricas y cuentos de la Ribera de Ulises" de Jason R. Forbus.

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