Nápoles, 1 de septiembre de 1764
La
habitación yace en la penumbra. Solo un hilo de luz corta el suelo,
atreviéndose hacia los pies de un escritorio. Encima un montonazo de hojas,
muchísimos garabatos, fetos de obras maestras en paciente espera.
Pero
el creador duerme y no hace ninguna señal de despertarse. Cansado bajo el peso
de los años, en aquella cama cada vez más grande y hostil.
«Caballero,
despierte… Caballero…»
Una
voz y una mano llegan a atormentarle, obligándole a abrir los ojos: se trata de
Placido, el exuberante discípulo siciliano, con un pie en el arte y otro en la
Nápoles que cuenta. El chico había entendido que el artista no vive de solo
cuadros, sino de reverencias, saludos y relaciones. Aquellas capaces de
procurarte una comisión, como pintar al fresco el interior de una básilica, o
hacer un retrato a algún noble o…
«Caballero,
Monseñor Mauri ha confirmado la cita de hoy.
Y a
la duquesa de Parma, de visita al Príncipe de Torre Annunziata, le agradaría conocerle
a Usted. Imagino para un retrato. Y luego está el asunto del Santuario de
Pozzano, y…»
«Agua»
consiguió pronunciar, persiguiendo las palabras como a un oasis en el desierto.
«Agua»
repitió tonto Placido, luego salió rápidamente de la habitación para volver a
entrar un momento después con una jarra llena y una copa.
«Beba,
Caballero, y perdone si le he despertado, pero los preparativos para todos los
nobles invitados son muchos y…»
Con
un gesto con la mano, el maestro dio la señal de que no importaba, imposible
decir si se refería a la ofensa del brusco despertar o a los muchos nobles
invitados que estaban a punto de asaltar su día.
Cogió
la copa que se le ofrecía acabándola en dos largos tragos, entonces dijo a
Placido que echara más agua, y el sonido argentino del líquido le pareció la
melodía más hermosa que jamás había escuchado.
«Tiene
mucha sed, esta mañana…»
El
maestro se secó la barba de las gotas de agua que la perlaban. Quitó las
sábanas y posó el primer pie en el suelo. La fatiga le costó un suspiro.
Placido le ofreció rapidamente el brazo, y así consiguió levantarse.
El
día prometía ser interminable, y no sólo por los numerosos invitados no
deseados: hombres y mujeres que todo lo eran menos que menos interesados en el
arte. En realidad, lo que anhelaban era el nombre, el suyo; acapararse una obra
de Sebastiano Conca, no importaba cuál y de que tamaño, procuraría prestigio a
la familia de turno.
En
su cincuenta y tantos años de carrera había trabajado por cuenta de Papas,
Príncipes y Princesas. Mucha y tal su habilidad, para hacerle merecer el título
de Caballero, que no había dudado en aprovechar, en otra época de su vida, para
abrir puertas y portales. Siempre, se decía, en nombre del arte, para
recortarse los espacios necesarios en su experimentación.
Vanidad,
de eso se había tratado en realidad, ahora de Viejo se daba cuenta, en su
grande y bella casa de Nápoles, con la ropa elegante que vestía a menudo y sin
necesidad.
Pero
nunca jamás. Algo había cambiado en él, desde hace unos días, pero hoy notaba
una ruptura definitiva, la misma idéntica sensación que en pasado lo había
empujado a abandonar obras que de otra forma estarían acabadas.
Había,
en él, un cansancio raro, no solo en su cuerpo sino por las cosas. Las paredes
de la habitación le parecían las de una prisión. El recorrido desde la
habitación hasta el comedor era interminable y tedioso. Las cosas no mejoraron
durante el desayuno: prácticamente no tocó la comida. Una vez en el estudio,
apenas miró sus últimos dos cuadros terminados, uno de los dos ya adquirido por
los Reales de España, una Virgen con un niño que resplandecía luz Rococó que
había caracterizado aquellos últimos años napolitanos.
«Caballero,
deseo mostrarle mi último trabajo: una Magdalena a imagen y semejanza de
nuestra buena cocinera Francesca.»
El
viejo maestro miró la pintura: magistralmente ejecutada, y con otra disposición
de ánimo era digno sin falta de admiración.
«Trabajo
excelente, nada que decir,» y dejando correr los dedos a lo largo de los bordes
del lienzo, «tus practicas terminan hoy.»
Aquellas
palabras, esperadas desde hace años, aturdieron a Placido: «Caballero, Usted me
hace un gran honor…».
«Ningún
honor. Si no recuerdo mal, deseas volver a Sicilia. Escribiré para ti una carta
dirigida a unos conocidos míos. De este modo, nada más llegar, tendrás de qué
trabajar».
«¡Muchísimas
gracias, Caballero!»
«Ya
basta de llamarme “Caballero”: la palabra es vieja, quizás más que yo. Diles a
nuestros ilustres invitados que los recibiré esta tarde a las cuatro.»
Aun
trastornado por la noticia, Placido se despidió del maestro y se marchó
corriendo, encargando a dos siervos la tarea de entregar el mensaje, y atendió
él mismo a la Duquesa, una mujer hermosa.
Por
fin solo, antes de todo, Sebastiano escribió tres cartas, más o menos iguales
pero dirigidas a personas diferentes, notables sicilianos que ayudarían a
Placido a construirse un nombre. Entonces, libre de otros cometidos, se dejó
caer en la silla donde amaba meditar, entre un trabajo y otro, y en que había
concebido algunas de sus mejores obras.
Cerró
los ojos, listo a acoger el mundo lleno de sus recuerdos. Cosa rara, no vio
para ninguno de los personajes pequeños y grandes que había encontrado durante
su larga vida. Ningún castillo, o iglesia o palacio les abrió las puertas. Nada
de todo esto.
Volvió
a ver una calle: estrecha y de tierra batida, esta subía serpenteando por la
cima de una colina. Allí arriba a mitad del camino había una casa, graciosa y
simple, tan diferente de la pomposidad en que había vivido. Aquella era su casa
ancestral, el lugar donde había nacido y crecido. Volvió a verse, de niño,
bajar la colina hacia el frondoso bosque de encinas un poco más al norte, que
con sus abundantes dedos de hojas acariciaba la maravillosa playa de San
Agustín. Allí solía pasar el largo tiempo de los sueños, esbozando en la arena
el perfil de las olas, de las gaviotas, de los barcos lejanos de los
pescadores… Así ocupaba el tiempo, o era el tiempo que le ocupaba a él.
Una mañana,
sintiéndose particularmente inspirado, el pequeño Sebastiano no se había
conformado con hacer y deshacer los dibujos de siempre sino, armado de tintas
naturales con que colorar la arena, se había puesto en la cabeza el crear una
auténtica pintura: aun no sabía que era lo que iba a pintar, pero se había
obstinado en hacerlo. Un buen primer paso para cualquier artista en ciernes.
Primero,
juntó la arena y las tintas, obteniendo varios colores: blanco, amarillo,
naranja, rojo, morado, azul, negro. ¿Pero qué dibujar? Estaba tan absorto en la
meditación, con la mirada perdida en la arena, cuando de repente vio unos pies
descalzos acercarse: era una mujer hermosa y un poco salvaje, con el pelo negro
muy largo, los ojos verde esmeraldas y pálida como la luna. Llevaba un largo
vestido azul y bastante chafado. Tenía que venir del mar, porque tanto el pelo
como el vestido goteaban vistosamente. A pesar del aspecto un poco inadecuado,
la mujer tenía alrededor suyo una extraña aura, que animó a Sebastiano a levantarse,
con los puños aun apretado en la arena que dejaba escurrir, lentamente, recreando
el eterno fluir del tiempo.
La
mujer se detuvo a una cierta distancia de él y se quedó observándole.
Sebastiano no sabía decir cuánto tiempo pasó, pero al rato, mirando al suelo,
se dio cuenta de haber terminado su retrato: era ella, aquella mujer, que lo
miraba con extraordinaria intensidad a través de dos ardientes ojos de arena.
En
el tiempo de volver a levantar la mirada, la señora había desaparecido. Había
unas huellas que, lentas, conducían al bosque. Sebastiano las siguió, sin
entender el motivo, pero sintiéndose atraído por la inevitable llamada del
destino.
Llegó
ante cinco encinas enroscadas, y que el ingenio del hombre había moldeado
convirtiéndola en una acogedora cabaña. Después de un momento de duda,
Sebastiano entró por la pequeña puerta entrecerrada.
Adentro,
en la semioscuridad de su habitación, se vio a sí mismo, viejo y diminuto en la
amplia cama con dosel que había acogido la medida de su gloria mortal. Allí
estaba Placido, y el Monseñor, y la Duquesa de Parma, y otros rostros que no
distinguía en las sombras. Pero, sobre todo, en un rincón de la habitación, sin
que nadie la viera, estaba ella. Sin cambios, con un charco de agua a sus pies
que, gota tras gota, se alargaba cada vez más.
«Has
vuelto» le dijo sonriendo con una extraña y melancólica sonrisa.
«Sí»
le contestó el niño, aceptando la mano suave y mojada que la señora le tendía y
que ya una vez, al principio de su camino, había tocado.
«Ven
conmigo, te enseño el tesoro del que te hablé ese día.»
La
puerta de la habitación se abrió, revelando un atardecer de extraordinaria
hermosura, el sol lento que se sumergía en el mar, estriando el cielo de miles
de colores, creando maravillosos juegos de luz entre las dunas de arena.
Aquella
era la playa de su juventud, donde en su orilla había coleccionado sueños como
conchas y construido, grano tras grano, el castillo de su propia vida. Que
ahora fluía lejos, como la arena que escurre entre las manos, volviendo al más grande
tesoro de la creación.
Sebastiano
cerró los ojos, dejándose capturar por el infinito.
Y fue el más rico entre los hombres.
Dedicado a Sebastiano Conca, ilustre pintor de Gaeta,
cuya casa ancestral aun es visible hoy en día en la colina que mira hacia la
Playa de San Agustín.
Jason R. Forbus
Si te gustó este cuento corto, echa un vistazo al libro "La senda de los dioses: líricas y cuentos de la Ribera de Ulises" de Jason R. Forbus.
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